Arisugawa (Fukuoka). Por una cena sorprendente con gooya de Okinawa, watarigani de Saga y una sopa de setas de una gran finura y delicadeza.

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Benoit Violier (Crissier). Un ágape de una precisión milimétrica con una becada y una selle de Chamois memorables acompañadas de Chave Hermitage 1999 y Château Haut-Brion 1988.

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D’Berto (O Grove), el rey de los monstruos marinos. Por su salpicón de bogavante estratosférico y todo un muestrario y despilfarro generoso de pescados y conchas de mar.

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Elkano (Guetaria). Paraíso de rodaballos y sus kokotxas en diferentes elaboraciones.

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Arzak (San Sebastián). Chipirón y kokotxas. Volviendo a los clásicos. Fino, fino.

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Villa Retiro (Xerta) de los hermanos López. Una angulada o cómo sobrepasar tres pueblos las expectativas.

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Els Casals (Sagàs). Un menú de trufa negra y cerdo. Pantagruélico.

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Espai Kru (Barcelona). Por las almejas y los sashimis y cebiches de salmonetes… y la apoteósica ventresca de atún.

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The Fat Duck (Berkshire).  Por su menú “remake” y el postre Botrytis cinerea con un Château Climens 1990. 

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Via Veneto (Barcelona). La generosidad de los Srs. Josep y Pere Monje, y de los jóvenes maître Javier Oliveira y sumiller José Martínez, sirviendo el pato a la presse en la vajilla inglesa de hilo de oro fundacional (del 1967) y el vino en las primeras copas de Baccarat.

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El Celler de Can Roca (Girona). Por el conjunto imbatible. Personas, talento, creatividad, vino, y la capacidad de sorprendernos y las ganas de hacernos felices en cada visita.
Hoy es muy difícil encontrar en el mundo un restaurante tan excepcional como este.

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