El vino: objetivo o consecuencia

Por Àngel Garcia Petit

A veces, cuando estoy catando un vino no sé si tengo en la copa el resultado de una fría e impersonal tecnología —pensada y ejecutada para conseguir exactamente este vino—, o si por el contrario lo que estoy catando es algo que le ha salido sin previsión alguna a quien fía más su trabajo a la incertidumbre de prácticas alternativas —con poca o nula intervención humana— que a unos protocolos de trabajo orientados a la búsqueda de la máxima calidad que pueda conseguir con sus propios recursos y conocimientos.

Me lo ha hecho recordar el editorial del número 104 (2º trimestre 2016) de la revista ACE (Associació Catalana d’Enòlegs), en el que podemos leer:

En los últimos años ha surgido en el mundo del vino un discurso que ha evolucionado desde una cierta radicalidad ecológica hacia la pura ritualidad apotropaica, más propia de la superstición que de la enología. La singularidad de esta evolución es que no se ha producido en la quietud de las viñas o las bodegas, sino en la agitación de los medios de comunicación“.

Aparte de haber tenido que buscar el significado de “apotropaico” (dicho de un rito, de un sacrificio, de una fórmula, etc., que, por su carácter mágico, se cree que aleja el mal o propicia el bien), este escrito me ha desatado una serie de reflexiones que en parte intentaré exponer en este texto.

Hay ciertamente una evidente contraposición o competición entre dos tendencias mayoritarias dentro del mundo vinícola (no tanto en el mundo estrictamente enológico si dejamos de lado la vertiente más inmaterial) que creo que afecta más a la parte conceptual que a la técnica del vino, aunque la segunda sirve a menudo para justificar la primera… o al revés. Pero no hay que ser ningún genio para observar que el discurso y la imagen cada vez pesan más en la intención de compra del consumidor, y que las nuevas formas de trabajar triunfan normalmente más por ser novedad que por las propias características de los productos que nos ofrecen.

Resumiría los extremos de estas tendencias entre los que hacen de la tecnología y la manipulación más extrema la esencia de sus vinos —vinos huérfanos de identidad y variabilidad estacional—, y los que desde una extrema visión metafísica —que a veces roza la religiosidad o la doctrina— dejan que la naturaleza actúe casi sin intervención humana, transfiriendo la responsabilidad del vino que sale a las fuerzas de la naturaleza (cuando de pequeño iba a la escuela religiosa, a esto le llamaban “la divina providencia”, que era una especie de voluntad de Dios) excusando la mediocridad frecuente de sus vinos en que la naturaleza lo ha querido así, obviando que el proceso natural del vino es volverse vinagre si no hay una intervención humana que tienda evitarlo y que la naturaleza no entiende de calidad.

No hay que perder de vista que ante todo, un vino debe ser bueno por sí mismo (con la subjetividad inevitable del adjetivo “bueno”) y no una correa de transmisión de unas u otras filosofías o técnicas, no siempre bien aplicadas a la elaboración del vino, que muchas veces dan como resultado vinos de una calidad organoléptica cercana al insulto. Y esto es válido tanto para una como para otra tendencia, con la diferencia que en los vinos digamos “técnicos” no se disculpan nunca los defectos pero en los digamos “antisistema” se les disculpan con toda naturalidad, si se me permite el doble sentido de la palabra.

Observo con satisfacción la inquietud cada vez más acusada de combinar armónicamente y comedidamente —insisto en el “comedidamente”— estas dos visiones del vino por parte de muchos elaboradores abiertos y reflexivos que, sin renegar de la tecnología y el control de los procesos vinícolas, buscan en las formas alternativas de trabajar la viña y la bodega un plus de calidad de sus productos y un viraje hacia el respeto y el equilibrio en el medio natural del que son a la vez beneficiarios y responsables, como gestores de esta pequeña parte de nuestro planeta que son los viñedos.

Me desagrada en cambio la manipulación que llega a emplear una u otra levadura —o una u otra clase de virutas de roble— en función de los aromas que se quieren desarrollar artificiosamente en el vino, al igual que me desagrada un discurso sin un mínimo de rigor basado más en la fe y la ingenuidad que en la capacidad técnica del productor.

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Es curioso observar cómo los vinos elaborados con los métodos más habituales basan mucho su imagen en el concepto “terruño” o “terroir“, ligando las características del vino en la especificidad de la vid que lo ha originado, mientras que los vinos más extremadamente alternativos basan su discurso en la metodología —a menudo asociada a una visión más contestataria que técnica— dejando de lado el concepto “terruño” que precisamente en estos vinos es donde tendría más sentido.

Por otro lado, de un tiempo a esta parte se está empezando a distorsionar el discurso del terruño o el hecho de que un elaborador abarque todo el proceso productivo del vino. Un terruño por sí solo sólo nos da la posibilidad de obtener un gran producto, pero sin un buen trabajo este potencial no se concretará nunca en un buen vino. Sin embargo los que desprecian un elaborador por el hecho de comprar uva, considero que parten de unos prejuicios que no comparto, porque supongo que no valoran la categoría de un restaurante por el hecho de que el cocinero vaya a pescar las gambas o tenga estabulados los conejos que ofrece en su carta. Entiendo que en ambos casos la valoración debe basarse en el producto que nos ofrecen, y lo que debemos exigir es que tanto el enólogo como el cocinero sepan escoger bien la materia prima y la sepan trabajar correctamente para obtener buenos resultados. Dicho esto, comparto la idea de que cuidar personalmente y cuidadosamente todo el proceso productivo de principio a fin es un valor añadido a la calidad intrínseca del producto, pero discrepo en que ello deba considerarse forzosamente la base de la calidad, aunque facilite su consecución.

Volviendo al artículo mencionado al principio, me ha llamado la atención la referencia que se hace a “la agitación de los medios de comunicación”. Realmente los medios de comunicación —especialmente las redes sociales y algunos medios digitales, tanto específicos como generalistas— están últimamente bastante agitados con todo lo referente a las cuestiones vinícolas —lo que por otra parte demuestra el interés de una buena parte de sus lectores o seguidores—, un hecho que me parece en principio más positivo que negativo si detrás del opinador hay un criterio más basado en el conocimiento del vino que en la visceralidad emocional, pero cuando quien escribe u opina busca como primer objetivo un escaparate que lo haga visible para mayor grandeza de su ego, la agitación se convierte a menudo en confusión.

No deja de ser una realidad el hecho de que las tendencias más extremas se difunden y comentan más en las redes sociales y los medios de comunicación convencionales que en simposios, congresos y jornadas técnicas (me refiero a encuentros profesionales serios, no a reuniones para irnos conociendo y gustarnos mutuamente), sin que con ello quiera decir que estas tendencias —o alguna de las operaciones que conllevan— no tengan una base científica o empírica contrastada. Sin embargo, entiendo que los cambios siempre comienzan en pequeños reductos —con poca visibilidad y una cierta incomprensión iniciales— y que solo cuando los resultados lo avalan, dan el salto a la “normalidad”.

A los humanos nos gustan las novedades y somos curiosos por naturaleza —esto es lo que ha hecho avanzar a la Humanidad a lo largo de los siglos—, de modo que encuentro normal y deseable que exploremos nuevos caminos (o viejos caminos recorridos con otros ojos) siempre que el objetivo sea hacer las cosas mejor de lo que las hacemos. Pero cambio y mejora no siempre van juntos.

Àngel Garcia Petit
Es enólogo, farmacéutico, Master en Viticultura y Enología, y colaborador de diversos medios de comunicación, entre los cuales la revista Cuina y los portales Cupatges y Vadevi.cat. Es también profesor de Viticultura, Enología y Destilados en el ESHIT Sant Ignasi de Barcelona, además de director técnico de la bodega Mas Patiràs de la D.O. Empordà, y técnico responsable de Plus Parfum, empresa elaboradora de aguas de colonia y perfumes. Ha sido también responsable suplente y analista del Laboratorio de Análisis de Aguas del Colegio Oficial de Farmacéuticos de Barcelona, entre otros puestos relacionados con la analítica y la investigación. Además de la colaboración habitual en revistas, es autor del libro “100 Coses que cal saber dels Vins” y ha participado en publicaciones como “Larousse de los Vinos de España” la “Enciclopèdia de la Cuina Catalana” (dirección del volumen sobre vinos), “Ruta Gastronòmica del Camí dels Bons Homes” o “La Cuina dels Països Catalans” (versión CD). También ha impartido clases en el CETT (Centre d’Estudis Turístics i Hotelers) de Barcelona, adscrito a la U.B. y en cursos convocados por el INCAVI (Institut Català de la Vinya i el Vi) y por Barcelona Activa. Ha sido formador en seminarios organizados por la ACE (Associació Catalana d’Enòlegs), por la Escola d’Hostaleria i Serveis Sant Narcís de Girona, por la Escola d’Hostaleria Joviat de Manresa, por la Escola d’Hostaleria i Restauració Mossèn Homs de Terrassa, y en el Col·legi Oficial de Farmacèutics de Barcelona, el Col·legi Oficial de Metges de Barcelona, y el Col·legi d’Enginyers Industrials de Catalunya.

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Este artículo tiene 1 comentarios

  1. sara - ruta del vino de cariñena Reply

    Muy buen artículo, Ángel, gracias por compartirlo!

    Estoy muy de acuerdo contigo en la mayoría de las cosas que comentas, un buen terruño sin una base técnica es complicado que pueda sacar todo el potencial del vino.

    Muy bueno el ejemplo de la divina providencia 🙂

    Saludos y brindis

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