Por Cristina Alcalá

Jesús Ibáñez falleció el año en que acabé la carrera de sociología en la Complutense. Aún recuerdo sus clases. Un sociólogo que se negaba a responder encuestas, que inventó la práctica del “grupo de discusión” y que analizó con maestría la sociedad de consumo y la sociología de la vida cotidiana. Sus discursos transcurrían entre temas aparentemente alejados del objeto, una transversalidad cautivadora. Me llevó hacia la sociología cualitativa, una forma multidisciplinar de acercarse a la realidad social a través del análisis del contenido; mediante la interpretación, obtener lo latente. A valorar la importancia del conocimiento de la cultura, sociedad e historia para investigar la subjetividad del lenguaje, los discursos y las representaciones a que dan lugar.

La vocación no es un lugar del que se parte, es un lugar al que se llega. Puede ser por la influencia de la sociología, por la creencia firme de que las cosas no son lo que parecen, de que todos somos sujetos en proceso; o bien porque llegué al mundo del vino sin viñedos, sin apellidos, sin prejuicios y con una desmedida curiosidad como aliciente para el entusiasmo. Sea por todo o por parte de esto,  adentrarse en el sector del vino fue ejercer aquella investigación social donde la subjetividad está implícita. El vino se mueve entre la ciencia y la cultura, entre lo objetivo y subjetivo. Un mundo donde interactúan muchos elementos y en donde la mirada y el lenguaje marcan distancias. La primera por alterar lo social y la segunda por conectar al individuo con la sociedad. ¡Cuánto se sigue hablando del lenguaje del vino!.

La muerte del vino

Recupero a Jesús Ibáñez porque también fue pionero en el estudio de la mercadotecnia (o marketing) en los años 60, un teórico lúcido, visionario y crítico. “Del algoritmo al sujeto” es el título de unos de sus libros, ¿qué escribiría hoy?, ¿qué pensaría sobre el metaverso? Entre sus muchas aficiones estaba la ciencia ficción y el vino, que definió como “una obra de arte, y una de las más completas”.

En 1976 escribió una artículo titulado “La muerte del vino” donde decía que “la enfermedad que produce la muerte del vino es una enfermedad nueva, con un nombre terrible y extraño: marketing (…) la fabricación industrial de necesidades”.

La publicidad y el tránsito a una sociedad de consumo llevaban gestándose años en España y los productos “evolucionan hasta convertirse en un simulacro de sí mismos, consumimos signos”. Respecto al vino, decía Ibáñez, “la publicidad no refiere las cualidades verdaderas, eso es lo de menos, “verdad” y “falsedad” son valores conmutables (…) En el vino ya no hay tierra ni tiempo: no hay origen ni proceso.” Y lanzaba una pregunta, “nada es necesario, todo es deseable, ¿quién se va a preocupar de producir honradamente el vino?”.

Otros muchos sociólogos y teóricos, han incidido, y siguen haciéndolo, en la influencia social de la percepción de la realidad a través de la publicidad y la comunicación. La publicidad debe conseguir que cada uno compre lo que debe, creyendo que compra lo que quiere. La marca no marca al producto sino al consumidor como miembro de un grupo de consumidores de la marca.

El vino y su consumo tampoco es ajeno a ello. Pedro Ballesteros, pensador inclasificable al que admiro, escribía en un artículo “el marketing es ciencia de producto básico, que comprende el impulso consumidor y no entiende de la emoción de la exploración compartida, que se pierde en la masa sin comprender al individuo ni al grupo pequeño”. Los mercados y las tendencias son circunstanciales. Hoy, donde la novedad está por encima de lo perdurable, ya sabemos que la esencia de la mercadotecnia no solo es la generación de deseo sino la rápida eliminación de los antiguos. La muerte del vino de Ibáñez es la muerte de su esencia, de su alma. La segmentación, tipologías de mercados, mensajes planos y cargados de prejuicios forman parte de otro universo.

Durante años me sentí fascinada por la publicidad y la generación de signos, códigos y mensajes, incluso llegué a participar en alguna campaña. Ahora ya no. Del vino lo que me atrapa y resulta genuino son sus historias, la honestidad de los planteamientos, las conexiones entre acción y reflexión. También la técnica, pero esa es otra historia. El vino es fruto de un contexto, de lo individual y social. Detrás del vino hay ideología, ¿alguien lo duda?

Geografía Humana

Concibo el vino como una íntima relación entre naturaleza y persona. El vino como memoria. Así como el viñedo conjuga el elemento agrícola con el social, paisajístico y patrimonial, la geografía lo hace con lo físico y humano. Etimológicamente, la palabra geografía significa “escritura de la tierra”. Vino y geografía son vidas cruzadas, paisaje cultural y físico fusionado.

Me interesa especialmente la geografía humana y cultural porque alude a un espacio no solo físico sino al que ocupa en nuestras mentes, a la idea y significado que tenemos sobre lugares simbólicos y patrones de conducta. Algunos paisajes del vino exhalan mística y otros cautivadores pasan desapercibidos para según que mentes. Hay historia en un viñedo de Ribeiro o Asturias, como lo hay en uno alemán o griego.

[caption id="attachment_32057" align="aligncenter" width="443"] Valle del Avia en Ribeiro[/caption]

El mundo del vino representa perfectamente cómo las regiones geográficas están vinculadas a aspectos esenciales como las relaciones sociales, la influencia de la demografía, política o economía. El viñedo no solo transforma el paisaje sino que lo hace con una medida pausada en el tiempo, por medio mundo y desde hace miles de años. El cultivo del viñedo también se mueve entre esos dos debates geográficos decimonónicos entre lo posibilista y lo determinista. Entre si prevalece la capacidad de las personas para influir en el medio mediante la explotación de la tierra utilizando la técnica; o si el medio influye en el comportamiento de las personas determinando su capacidad de expansión y crecimiento. ¿Cuántos de cada caso conocemos?  

He tenido la gran fortuna de conocer al geógrafo e historiador francés Alain Huetz de Lemps a sus 95 años. Autor de la gran obra “Viñedos y vinos del noroeste de España”, publicado íntegramente por primera vez en español por Cultura Líquida, fundación y editorial de la que formo parte. Durante las muchas horas de conversación que mantuve con él, la palabra más enunciada era diversidad. Su trabajo refleja perfectamente la conjunción de la geografía rural con un concepto muy amplio de cultura del vino conectada con el comercio, etnografía, antropología, consumo, historia…y las personas. 

Pluralidad y diversidad

El vino como reflejo social, como esa obra de arte que decía el sociólogo Jesús Ibáñez, se construye permanentemente y es espejo de su tiempo. Por eso, si pienso en vino pienso en pluralidad y no en individualidad ni homogeneidad.

El vino es plural como lo es una sociedad y es diverso como los son las ideologías, las regiones o las culturas. El pluralismo vitícola es un valor social en sí mismo que refleja la diversidad de la grandísima riqueza paisajística, cultural y humana del mundo del vino. Además, pluralidad y diversidad favorece la convivencia, evoca participación y elección. ¿Cuántas veces repetimos que el vino es social? ¿Cuántas bebidas ofrecen tanta variedad como el vino?

[caption id="attachment_32058" align="aligncenter" width="436"] La Geria, Lanzarote[/caption]

El plural debería acompañar a la palabra consumidor y mercado. En eso, muchos publicistas se siguen equivocando. Si el vino fuese un verbo sería transitivo, si fuese una conjunción sería la “y”, si fuese una preposición sería “con” y como signo “?” Pero siempre plural y de género líquido. Aceptar la diversidad es un ejercicio de respeto. El vino no son dicotomías, ni encasillamientos sino sumas y confluencias.

El vino es y será, a pesar de la mercadotecnia, la publicidad, las tendencias o el consumo de masas, el triunfo de la diversidad. Porque si algo aporta la sociología del vino, es una mirada a un cultivo milenario a vista de pájaro. Entre llanuras, valles, ríos y montañas te permite descender para ver en detalle los caminos que traza el vino y cómo las personas, diminutas en la distancia, se hacen grandes cuando te acercas. Y escuchas.

Me gustaría decir al profesor Ibáñez que hay esperanza, que el vino vuelve a ser tierra, tiempo, origen y proceso.

“Hay que saber perderse para trazar un mapa, salir de los caminos trillados, vagar: deambular por las encrucijadas, abrir senderos a través de las mieses o el desierto, penetrar en callejuelas sin salida; asumir que todo camino recorrido sin mapas es caótico” Jesús Ibáñez.

Cristina Alcalá Su trayectoria profesional está vinculada al sector vitivinícola desde hace más de 20 años. En el año 2019 entró a formar parte del equipo Alma Carraovejas y en la actualidad dirige la Fundación Cultura Líquida. Licenciada en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid, postgraduada en Investigación de Mercados, Máster en Enología y Viticultura por la ETSI Agrónomos de Madrid y diplomada como sumiller por la Cámara de Comercio de Madrid. Docente con Basque Culinary Center, Curso de Sumilleres de la Cámara de Comercio de Madrid…, es jurado de cata en Decanter y otros concursos, y colaboradora en medios. Fue gerente de la D.O. Ribeiro. Ha dirigido medios de comunicación especializados y fue divulgadora en Radio Nacional de España y El País. Recibió el Premio Mirador del Vino 2015 a la mejor trayectoria profesional, Premio a la Mejor Tarea de Comunicación 2013 y Benchmark´s Taster Concours Mondial de Bruxelles 2016. Ha publicado dos libros: “El mundo del vino contado con sencillez” (Editorial Maeva) y “Eligen Ellas” (Ed. Ex-Libris).