Relato breve para una cuarentena
La hora del amontillado
Por Antonio Flores
Monti correteaba con la velocidad de un rayo por la bodega que conocía palmo a palmo. Había llegado de la viña con solo dos meses, recién destetado y con el olor de la camada todavía impregnando su piel.
Su madre, una perrita bodeguera, había parido en septiembre cinco cachorros, dos machos y tres hembras, y el amo, que por esas fechas andaba en vendimia, se encaprichó de él; inquieto, despierto, vivaz y listo como los ratones a los que mantenía a raya en la bodega. El nombre se lo puso Juan “el Canilla” el día que lo sorprendió lamiendo un salidero de la bota de amontillado viejo, el preferido de D. José.
La bodega de techos altos y muros anchos estaba enclavada en San Mateo. Orgullosa y desafiante como el mismo barrio, con su planta de nave Catedralicia, se resistía a morir.
Los Ahumada, seis generaciones al frente de la bodega y él, José Ahumada y Velasco, con más de setenta años a sus espaldas. Sin hijos, pero con las fuerzas y las ganas intactas como el día que su padre le entregó las llaves, el maletín de recibo y su venencia. “José, la bodega no es tuya, tuya es la responsabilidad de cuidarla”. Y así lo hizo durante cincuenta años. El primero en llegar todas las mañanas y el último en marcharse. El negocio se mantenía a duras penas con tres soleras y más de seiscientas botas que respaldaban esas etiquetas que habían dado tanta gloria y prestigio a Jerez y al apellido Ahumada. Fino Constanza, como la viña que el fundador compró a principios del XIX en el mejor pago de Jerez, treinta aranzadas de tierra albariza que todos los años daban mosto suficiente para rociar las soleras. Amontillado Viejo Ahumada, el orgullo de la casa del que D. José decía que más que un vino era un perfume y oloroso el Virrey “que resucita a un muerto”, apuntillaba Paco “el Triste” mientras le daba un tiento a la bota para alegrar los días fríos de enero.
Aquella mañana de mayo amaneció con una leve brisa que esparcía el dulce olor de los jazmines del patio por toda la bodega. Monti, que había dormido en la leñera detrás del alambique viejo, llevaba un rato tras el rastro de un ratón al que perseguía desde que llegó la primavera. A las ocho menos cuarto, sintió el cerrojo de la puerta, el amo había llegado y, detrás de él, los hombres de la bodega cada uno con su olor: a tabaco, café, colonia, jabón, sudor… cada uno diferente y todos reconocibles y a los que, a su manera, Monti agasajaba con multitud de piruetas y ladridos.
D. José entró en su despacho con Pedro, el capataz. Le quedaba un largo día de trabajo y tenía que organizarlo. La cuadrilla tenía que terminar la corrida de escala de la solera de fino y el tonelero, a coger dos salideros que el día anterior había visto en las botas de Oloroso que, con la llegada del calor, empezaban a rezumar por las juntas de las duelas.
Con rapidez terminó de despachar con el capataz, quien a las nueve tenía que recibir un camión cisterna con veinte botas de sobretablas fino que había comprado a la bodega grande, la que lindaba con ellos. Dos siglos de buena vecindad y varias ofertas de compra que D. José había rechazado una tras otra.
Empezó a revisar el correo, facturas y pedidos, sobre todo facturas, que se amontonaban en la bandeja de entrada. Aunque le había cogido mayor, no le hacía ascos a la revolución informática y se manejaba bien con las hojas de cálculo, las presentaciones en Excel, Internet… “Quien no se adapta al cambio, morirá en el camino”, solía sentenciar cuando despachaba con Agustín, el joven comercial que, con incredulidad, contemplaba su destreza delante de la pantalla del ordenador.
Monti acababa de recuperar el rastro en las taquillas del personal, donde guardaban la ropa y, sobre todo, lo más importante, un auténtico tesoro para los ratones: la comida. El rastro se mezclaba con los aromas a tortilla, chorizo, filetes empanados y después, retornaba a la bodega.
El sol, que iba ganando terreno, empezaba a caer a plomo sobre Jerez, haciendo presagiar un día largo y caluroso.
Paco “el Triste” acababa de regar la bodega y el aire fresco y húmedo la iba envolviendo poco a poco.
Allí estaba D. José, venencia en mano, registrando la solera de amontillado, con ese ritual heredado de padres a hijos y en el que casi sobran las palabras. Juan “el Canilla”, frente a él con una jarrita en su mano derecha y una tiza en la izquierda, avanzaba con precisión milimétrica; dos pasos y se paraban; hundía la venencia en la entraña de la bota y la sacaba llena de oro líquido, un trazo corto como un latigazo y el vino en su copa y a la nariz. Bota tras bota avanzaban lentamente y sus siluetas iban difuminándose en la penumbra de la bodega.
Entonces lo vio, casi al final de la andana, detrás de una tineta, negro como un tizón, menudo, delgado, con sus finos bigotes y su largo rabo gris. Sus miradas se cruzaron, treinta metros de distancia y una polvareda amarillenta de albero lo cubrió todo, el ratón corrió hacia su madriguera. Allí estaba su salvación, escondida detrás de la bota vieja llena de salideros que el tonelero había restañado como si fueran heridas. Monti llegó antes, arrinconándolo entre la pared y un saco de calzos que alguien había dejado olvidado. La bolita negra y gris temblaba y el ratonero, con los músculos en tensión y las orejas enhiestas, esperaba dar el golpe de gracia cuando un sonido metálico y grave inundó la bodega, empezaban a sonar las campanadas en el reloj del ayuntamiento. Monti dudó, emitió un amenazador gruñido y, a toda velocidad, se perdió por la crujía buscando al amo. Lo encontró en la sacristía, puntual como siempre con una copa en la mano y, sobre la mesa abierto, un pequeño cartucho de papel de estraza que desprendía un aroma arrebatador, olía a chicharrones, esos que Jacinto, el carnicero, preparaba todas las mañanas y que, según Pedro el capataz, dejaban en pañales a los de Chiclana.
D. José, con la parsimonia de un oficiante, cogió uno y acercándolo a la copa lo empapó con un chorrito de vino dorado y brillante. Monti, atento y con la mirada fija en su amo, se relamía disfrutando del momento, ese ratito era el más importante, ya cazaría al ratón otro día. Su amo y él, frente a frente, solos en silencio, una caricia y el premio en su boca, delicioso y crujiente. La última campanada se filtró a través de los esterones que cubrían los grandes ventanales de la bodega, acababan de dar las once y era “la hora del amontillado”.
[caption id="attachment_26531" align="aligncenter" width="400"] © cientovoland[/caption]En Jerez, a 19 de marzo de 2020
Antonio Flores Los lazos de Antonio Flores con González Byass vienen marcados desde su nacimiento, ya que nació en la bodega donde su padre era el Director de Producción, jubilándose con más de 50 años en activo. Graduado en Enología por la Universidad Rovira y Virgili de Tarragona, se incorporó al equipo técnico de González Byass en 1980. Actualmente, es el enólogo y Master Blender de González Byass especializado en vinos de Jerez. Ha recibido el prestigioso galardón Len Evans 2009 otorgado por la Internacional Wine Challenge, que premia su trabajo durante los últimos cinco años de manera consecutiva, Mejor Enólogo del Mundo 2016, Mejor Enólogo Español 2016, personaje del Año 2016 Wine Up y personaje del mundo del vino 2019 Verema. El pasado año ganó con Cuatro Palmas amontillado el Champion of Champions en la Internacional Wine Challengue. Ha dirigido numerosas catas tantos nacionales como internacionales en Madrid Fusión, Alimentaria, London Wine Fair, Vinexpo, Vinoble, Decanter, Verema, Institute of Master of Wine y la Federación española de enólogos. Así como catas magistrales en Nueva York, Toronto, Vancouver, Londres, Shanghái, Pekín, Taipéi, Hong Kong, Macao, Kuala Lumpur, Singapur, Bruselas, Dublín, Berlín, Australia, Nueva Zelanda, Tokio y Manila. También dirige y coordina el Sherry Master by Tío Pepe. En redes sociales está presente como @Hacedordevinos y, además, protagoniza dos series formativas sobre el vino de Jerez: Hacedor Responde y los Pilares del Jerez.
1 Comentario