Por Carlos Mateos

Necesariamente tendré que empezar por explicar que el sumiller que yo quiero no es más que un anhelo. Una vaga –y quizás algo confusa y contradictoria– evocación del profesional al que me gustaría encontrarme al otro lado de la mesa cuando me siento en un restaurante. Y este pensamiento que escribo en voz alta lo hago como cliente al que le interesan los vinos y, sobre todo, le gusta beberlos. Nada más y nada menos. Ni soy un experto ni me considero un gran conocedor. Soy torpe catando y mis escasos conocimientos enológicos se basan más en mi memoria para saber lo que me gusta, que en un olfato o un paladar privilegiados. Procuro conocer lo que me proporciona placer por un hecho tan pragmático y poco elevado como saber el qué y el dónde comprarlo. Así que, de ninguna manera, esto pretende ser un manual de instrucciones para unos profesionales por los que solo siento admiración y respeto. En este texto van a encontrar muchas más dudas que respuestas absolutas.

Hay tantas tipologías de clientes como personas se sientan a una mesa y eso complica mucho el trabajo de un profesional que se encuentra en primera línea de esa pequeña batalla cordial que es atender una mesa. Al sumiller le corresponde la delicada tarea de complementar y, aumentar si es posible, la satisfacción que produce un gran plato. Es el responsable de la última pincelada, de ese detalle final, de esa copa de fino licor que redondea una comida memorable. Tiene, por tanto, la enorme responsabilidad de conducir al comensal a la felicidad. Bueno, quizás esté exagerando un poco –sólo un poco–, pero a mí me gusta pensar que es así. Veamos entonces cómo es ese sumiller que yo quiero encontrarme al sentarme en una gran mesa.

[caption id="attachment_21195" align="aligncenter" width="481"] Bodega del Restaurante Atrio[/caption]

El sumiller que yo quiero identifica el espíritu de cada mesa por encima de sus comensales. Hay días festivos y días laborables; hay comidas de amigos aficionados al vino y comidas de amigos donde lo que haya en la copa importa mucho menos que la conversación; hay ocasiones especiales para no fallar con grandes botellas clásicas y otras para probar cosas nuevas, interesantes y sorprendentes; hay compañías que tienen interés en lo que se bebe y otras que no tienen interés alguno. Al profesional le corresponde identificar ese espíritu y dar un paso adelante o retroceder a la hora de sugerir un vino o presentarlo.

El sumiller que yo quiero sabe catalogar a los clientes de cada mesa y ponerse a la altura de sus conocimientos a la hora de aconsejar y tratar con ellos. La labor didáctica del profesional puede resultar agradable y enriquecedora o un auténtico martirio que puede acabar por convertir una comida en un proceso irritante. Hay momentos para enseñar y para aprender, y otros en los que, simplemente, no procede. Siendo obvio que al profesional se le presume una formación y unos conocimientos superiores, no por ello es necesario mostrarlos a cada momento. En todo caso, es el interés que demuestre el comensal el que debe marcar la frontera entre el mero enunciado de lo que se sirve y la explicación exhaustiva del vino y sus circunstancias.

El sumiller que yo quiero mantiene su carta de vinos ordenada y actualizada y, procura, en la medida de lo posible eliminar las referencias y las añadas agotadas. Cuántos restaurantes encontramos en permanente proceso de “cambio de carta” o tantos en los que “nos persigue la mala fortuna” con ese vino estupendo que “precisamente se nos agotó ayer”. Insultar la inteligencia del cliente, además de una práctica poco profesional, solo crea un ambiente hostil en la mesa.

El sumiller que yo quiero facilita siempre la carta de vinos, aunque sepa que el cliente va a someterse a sus propuestas. La entrega de la carta de vinos es sagrada a no ser que el comensal renuncie expresamente a ella. Por muy seguro que se esté de la selección o por mucho prestigio que tenga el profesional, al cliente siempre se le debe invitar a elegir. Por una mera cuestión de lógica: descarga la responsabilidad de la primera elección en el cliente y le permite conocer sus gustos a la hora de recomendar en uno u otro sentido.

El sumiller que yo quiero, además, entrega la carta con prontitud: nunca más tarde de que los aperitivos aparezcan en la mesa y eso siempre que los clientes tengan una bebida para acompañarlos. Comenzar un menú sin el vino elegido y servido es un despropósito y descalifica al profesional que lo permite. El ritmo y el tempo del servicio son tan importantes como la propia elección de los vinos. 

El sumiller que yo quiero sugiere vinos, pero nunca trata de imponerlos. El sumiller que yo quiero averigua con discreción los gustos del cliente y su presupuesto aproximado en base a sus preguntas y, si es requerido para ello, sugiere las botellas más válidas o interesantes de su carta. La carta de vinos supone una oferta y debemos de dar por hecho que todo lo que figura en ella está disponible, a la venta y es bebible. Nada es más desacertado que discutir con el comensal sobre la elección –por más incorrecta que pudiese parecer– de un vino. Momentos así hemos vivido todos en restaurantes afamados que casi invitan a abandonar la sala.

[caption id="attachment_21193" align="aligncenter" width="437"] Ricardo Gadea, propietario de Askua en Valencia[/caption]

El sumiller que yo quiero no se deja llevar por las modas. Nada hay más impostado y frustrante que encontrar las mismas sugerencias fotocopiadas en restaurantes de una punta a otra del país. Ya sean jereces viejísimos, blancos tranquilos de nueva hornada, generosos viejos, Champagnes de pequeños productores, Juras de medio pelo o zumos que huelen a alcantarilla. Todo tiene cabida, pero todo tiene un momento y un lugar. Al igual que la cocina, sólo hay dos tipos de vinos: buenos y malos. Con muchos matices, desde luego. El sumiller que yo quiero tiene la personalidad suficiente para estar por encima de estas tendencias.

El sumiller que yo quiero mantiene las copas llenas. Hay clientes mucho más exigentes que otros en este sentido – qué les voy a contar – y procurar seguirles el ritmo puede suponer un reto, pero en la medida de lo posible, el sumiller procurará evitar que nunca falte vino en la copa o que continuamente haya que reclamar su presencia. Y un consejo: si la formalidad del restaurante no lo impide a veces es preferible dejar una botella en la mesa que llegar tarde continuamente al servicio de la copa.

El sumiller que yo quiero es amante de lo ceremonial, pero lo practica con prudencia y discreción. Nada hay más bonito en una gran mesa que el vino bien servido, que un decantado o la apertura de una gran botella con pinzas. Pero nada hay más zafio y hortera que convertir esas ceremonias en un espectáculo en sí mismas cuando no son necesarias, tratando de acaparar un protagonismo que no corresponde y convirtiendo la tradición en un esperpento.

[caption id="attachment_21194" align="aligncenter" width="529"] José Martínez, sumiller de Vía Véneto[/caption]

El sumiller que yo quiero es generoso, pero prudente. Un cliente con interés en el vino siempre agradecerá una copa de vino puntual que el profesional considere muy adecuada para un plato, pero conviene no abusar. Cuando el comensal pide expresamente una botella es porque pretende disfrutar de ella y no hay que desvirtuar su experiencia insistiendo en “maridar” cada uno de los platos con propuestas que el profesional considere “más acertadas”.  Por otro lado, hay que considerar también que es conveniente que el cliente pueda abandonar el restaurante por su propio pie.

En fin, como trataba de explicar al principio de este texto, el sumiller que yo quiero es la combinación de muchos sumilleres. Al igual que, muy probablemente, el cliente que quiere un sumiller sea la compilación de muchos clientes distintos. Y en un oficio tan complejo, tan profundamente íntimo e intuitivo como es el de proveer placer y emociones a quien se sienta a tu mesa, es necesario que imperen la educación, la discreción y la prudencia. También el conocimiento y la profesionalidad, por supuesto, pero el protagonismo debe ser del comensal, no de la cocina ni de la sala. Y no pretendo con estas líneas que se vuelvan a imponer la rigidez y el estirado formalismo de los grandes restaurantes clásicos, pero sí de recuperar, en cierto modo, un poco de distancia que permita al cliente elegir y disfrutar con libertad. Mientras tanto seguiremos buscando a ese sumiller que todos queremos.

Carlos Mateos Empresario, abogado especialista en derecho inmobiliario y mercantil. Asesor de empresas en comercialización y marketing. Aficionado a la gastronomía en todas sus vertientes: coleccionista de libros de cocina, estudioso de su historia y cocinero vocacional sin titulación. Enófilo. Viajero en busca de las mejores mesas y los mejores productos del mundo, Carlos Mateos ha recorrido buena parte de los templos gastronómicos de España, Europa y Asia. Escritor en diferentes medios escritos y digitales, páginas web y portales gastronómicos: Gurmé Málaga, ABC Andalucía, Grupo Joly, Revista Tapas y Condé Nast Traveler. Editor de Gurmé Málaga, la web de gastronomía de ABC. Coautor de Templos del Producto. @misterespeto en redes sociales.