El vino emocional y el vino cerebral
Por José Peñín
El ser humano se debate entre la razón y el corazón ante un argumento o ante una situación. La razón es permanente y cerebral y el corazón es transitorio y emocional.
Trasladándolo al vino ¿Cuál de estas dos recetas es válida para evaluar una marca? ¿La objetiva, cerebral y analítica o la subjetiva, visceral y emocional? Si el vino es correcto, sin ningún defecto pero sin ninguna virtud tampoco, probablemente impere más la vertiente objetiva, mientras que, si el vino es original, complejo, con una identidad varietal y que transmite la naturaleza y la inspiración de su elaborador, es posible que domine lo emocional.
En el caso de un catador o crítico vinícola, cuyo trabajo sensorial se orienta a sus lectores, debe prescindir necesariamente de su lado subjetivo y operar desde la óptica objetiva, cerebral y analítica, vetando cualquier impulso emocional. Esto solo es posible cuando se catan muchos vinos en un escenario aséptico y plano (dentro de los límites humanos, ya que no somos máquinas). La percepción emocional del catador sólo se la puede permitir cuando bebe lúdicamente para evitar desviaciones en su puntuación.
Para el consumidor, la valoración del crítico solo debe servir como primera referencia de selección del vino sobre la cual añadir sus experiencias, emociones y percepciones personales. El resultado final podrá coincidir o no con las del experto, pero esto ya es menos trascendente.
Si me convierto en consumidor, entonces sí estoy autorizado para añadir los sentimientos subjetivos, como son las influencias personales, los gustos por un determinado estilo de vino en función de la familiaridad con ese modelo, la compañía, la atmósfera –el escenario gastronómico- en donde se bebe y el estado anímico de uno en ese momento. Como dijo Pirandelo: “Así es si así os parece”. El vino que pida será para beberlo como sujeto activo, no el vino que me corresponde catar como sujeto pasivo en un concurso, cata zonal, varietal o de añada, rellenando una ficha en el ámbito de la comparación.
En mi larga trayectoria como catador profesional, he vivido más situaciones sensoriales y algo menos como consumidor. Mi deformación profesional en favor de la cata se ha debido a que he bebido más por la curiosidad profesional que por el placer de compartir. Cuando se compran determinadas marcas, suele deberse a la familiaridad con ellas por haberlas bebido con frecuencia, lo que puede alterar, en mi caso, la evaluación profesional. Cuando pido un vino en un restaurante no puedo evitar el instinto analítico, como el equilibrio de sus componentes, los matices que resaltan su origen geográfico, climático y personalidad varietal. El resultado es que la cantidad ingerida es menor que la de mis compañeros de mesa. El no beber con la frecuencia que lo hacen muchos amigos, e incluso colegas de la profesión, me resta el disfrute del vino gastronómicamente, palatialmente, mientras que saboreo más sensorialmente, rebuscando el orden cultural y armónico de ese vino.
Es cierto que, en ese ambiente compartido y feliz, se es más indulgente, destacando sobre todo los vinos más potentes, sabrosos y de características más definidas y unidireccionales. En la mesa disfruto tanto con un vino sencillo en una percepción gastronómica/anímica, como con un vino más complejo y sutil, evaluado con una percepción sensorial y analítica. La opinión sobre un vino en ese estado es tan válida para uno mismo como la del crítico para sus lectores. En ocasiones, un vino excepcional no llega a cumplir ese mérito en la mesa debido a que sus rasgos profundos y sutiles quedan diluidos u ocultos por la acción papilar de la comida.
En una ocasión, durante una cena en casa, mis invitados me pidieron con insistencia que abriera la botella del tinto más puntuado por mí en aquel año. El resultado fue ver la cara de escepticismo de gran número de comensales, incluida la mía. Lo que recibió la calificación de 97 puntos en un escenario silencioso e higienizado de una sala de cata, quedó reducido a 92 puntos en el bullicioso comedor de mi casa, entre risas, conversaciones cruzadas, música ambiental y algunas propagaciones aromáticas del menú. ¿Qué ocurrió? Simplemente, que los vinos más puntuados suelen ser generalmente los más sutiles y evanescentes, y en esta ocasión sí lo era, pero la riqueza de matices y la complejidad del terroir y geoclima es más difícil de detectar en ese espacio movido de fascinación gastronómica y buenas vibraciones. Al día siguiente, caté el mismo vino en las condiciones técnicas del crítico y pude reconocer nuevamente todos sus matices ocultos o, al menos, no percibidos en aquella cena.
¿Existen vinos para comer y vinos para beber? Ese es el gran debate en el momento actual, cuando una inmensa mayoría de los vinos de este planeta cumplen sobradamente la calidad satisfactoria para acompañar cualquier plato.
Creo que existe demasiada literatura dogmática del mal llamado maridaje, cuando, en realidad, el vino no solo está llamado a cumplir un papel de acompañante en la comida, sino también a ser disfrutado por sí mismo. Los países que se van integrando en la cultura vinícola no asocian el vino al plato. En los EE.UU. puede ser normal que un grupo de jóvenes beban vino a las 6 de la tarde en el lobby de un hotel o a las 12 de la noche en un club de jazz. Somos el país que menos entendemos que el vino se beba fuera del comer. El invento español de la tapa es la expresión social más palmaria de asociar ambos elementos y, que algunos quebraderos de cabeza nos produce en las degustaciones comerciales o presentaciones de una marca de vinos, donde los asistentes están más pendientes de las bandejas de canapés que de las copas. El vino tiene entidad por sí mismo ¿Qué es más importante, la valoración individual del vino o la evaluación supeditada a su armonía con los alimentos donde la subjetividad de las diferentes preferencias gastronómicas puede alterar la categoría del vino?
Como crítico, solo puedo concebir el vino –repito- en un examen sensorial sin interferencias de la emoción ni la distorsión que ejercen las papilas gustativas estimuladas por otros elementos gastronómicos, ya que estas sensaciones, por su carácter subjetivo, son más personales y, por tanto, diferentes en cada individuo.
José Peñín Nacido en Santa Colomba de la Vega (León), es el escritor de vinos más prolífico de habla hispana y uno de los periodistas y escritores más experimentado de nuestro país en materia vitivinícola, decano de la profesión y el más conocido a nivel nacional e internacional. Su guía de vinos “Guía Peñín” es el referente más influyente en el comercio internacional de vinos españoles y la publicación de vinos españoles más consultada a nivel mundial, lo que le convierte en el más importante creador de corrientes de opinión en torno al vino. Viajero infatigable, ha recorrido casi todos los viñedos del mundo, a la vez es conferenciante, consultor, catador de reconocido prestigio y miembro de diferentes jurados internacionales como el del Premio Vila Viniteca de Cata por Parejas.
Muchas gracias!