Por Andoni Luis Aduriz

Este es un texto sobre la racional irracionalidad de comer. Esencialmente porque si observamos con atención, comer tiene algo de disparatado, cuando no de disparatado y excéntrico a la vez. El simple hecho de que nos alimentemos de otras formas de vida, sean animales o vegetales, vinculadas a todos los hábitats imaginables, puede volver paranoico a cualquiera. Eso por no mencionar el valor y significación que otorgamos a los alimentos, más allá de su función utilitaria, que es la de nutrir. Si en el reparto de las cartas del tarot de la vida hubiese una correlación entre los naipes recibidos y el lugar y tiempo en que llegamos al mundo, en vez de calçots y fabada podríamos estar llevando una dieta bien distinta. Principalmente porque nuestra especie consume plantas carnívoras, semen de peces tóxicos, flores, tentáculos en movimiento, insectos de toda condición y tamaño, fetos de aves, caballitos de mar, perros, gatos y hasta, tiempo atrás, otros humanos. Por no mencionar las diversas formas de sangre, leche, nidos, jugo de tripas fermentadas, raíces de orquídeas, salamandras gigantes, rizomas y animales secos. Prácticamente todo lo que nos imaginamos se come o se ha comido en algún momento y lugar. Quizás al principio por necesidad, pero después por ideología, placer, salud, curiosidad o, sencillamente, por aparentar.

Este relato es un acta de ese absurdo, sustentado en unos pocos sucesos e historias encadenados entre sí de manera tan neurótica como los propios hechos que narra. Y como hay que comenzar por algún lado, empezaré diciendo que puede parecer una locura saber que un vegetariano, Jean Causeur, que aseveraba haber cumplido 134 años, se ganaba la vida como carnicero itinerante. Se dice que habiendo nacido bajo la regencia del rey de Francia y de Navarra Luis XIII, sobrevivió a Luis XIV y falleció gobernando Luis XV, a un mes de la muerte de este. La clave de su aguante fue una vida metódica y sobria, sujeta a una alimentación basada en legumbres, ajos, cebollas y, conforme a la opinión del cura Pierre la Barrière, “otras cosas groseras”. El inconveniente de la longevidad es que, igual que resiste jefaturas y reinados, también sanciona sobreviviendo a los hijos, que en este caso fueron seis. Al final de sus días era tal la notoriedad del anciano que los curiosos, científicos y artistas se agolpaban en la pequeña habitación donde se mantenía postrado. "En el libro de los hombres, Dios ha pasado página y me ha olvidado en la tierra", afirmaba.

La leyenda de este Matusalén la rompió años después otro bretón, el prolífico e ilustrado Julien Trévédy, destapando la farsa en su libro Le Centenaire Jean Causeur, donde a partir de los certificados de matrimonio y otros documentos demostraba que el bueno de Causeur no podía tener más de 110 años a su fallecimiento, que tampoco está nada mal. En todo caso, partió a mejor vida a escasos meses de la llegada al trono del rey que cerraría el tiempo de la monarquía en Francia, Luis XVI. Cuenta la rumorología que bebía champán en una copa de porcelana que María Antonieta encargó realizar a partir del molde de uno de sus pechos. Beber sosegadamente en una seductora reproducción de un turgente y delicado seno es cosa de escogidos, a notable distancia de la sobriedad del resto de los mortales.

A lo largo de la historia, la cocina de las cortes, en oposición a la campesina, se ha solido distanciar con reglas de cortesía y una diversidad, cantidad y extravagancia de ingredientes muy alejadas del común de los mortales. La homogeneidad reiterativa frente a la suntuosidad de los alimentos preciados y variados. La comida del rey se denominaba la viande, la carne, y era llevada desde la cocina al comedor con gran solemnidad escoltada por dos guardias de corps abriendo paso mientras la gente se ponía en pie exclamando: "¡La carne del rey!". Una de las ceremonias de la corte francesa que al parecer peor llevaba la reina llegada desde la corte de Viena, era la obligación de tener que comer diariamente frente al público, un espectáculo que hacía las delicias de una concurrencia de curiosos fascinados con el ceremonial trasiego de fuentes, soperas y platos que llegaban hasta la sala transportados por mayordomos para, seguidamente, ser colocados en la mesa por las femmes de chambre de la reina. Es delirante advertir que hoy esa exhibición ya no es una prerrogativa palaciega, sino un movimiento seguido por millones de jóvenes desde que los youtubers coreanos convirtieran en tendencia los mukbang, videos en directo donde se puede ver a gente ingiriendo alimentos frente a una cámara.

Juana Luisa Enriqueta Genet, más conocida como Madame Campan, dama de compañía y confidente de María Antonieta, desvela en sus memorias que “La reina era muy sobria, casi se alimentaba exclusivamente de pollo asado y gallina cocida, no probaba el vino y tan solo manifestaba alguna afición al café y a los panecillos de Viena”. La frugalidad, que era norma en el hogar humilde, se volvía virtud en la abstinencia de la aristocracia. Por algo volaron cabezas y leyendas como la de Robin Longstride, paradigma de forajido héroe de La casa de papel, pero en versión folclore inglés medieval.

Por aquellos años vio la luz en Inglaterra una recopilación de la leyenda de Robin Hood, redactada por un firme partidario de los ideales de la Revolución que acabó descabezando la monarquía en Francia: el anticuario Joseph Ritson. Por decisión propia, deslizó en la historia anglosajona aquello de robar a los ricos para dárselo a los pobres. Con independencia de que Robin y sus compinches se alimentasen de los venados que acechaban a flechazo limpio en los bosques de Sherwood y Barnsdale, Ritson redactó Un ensayo sobre la abstinencia de alimentos de origen animal, como deber moral, obra referencial del vegetarianismo en la que argumentaba que los carnívoros son crueles y coléricos, así como que comer carne conduce al robo y a la tiranía. Este razonamiento se habría sostenido si el propio temperamento iracundo de Ritson, que en una ocasión estuvo a punto de ser arrojado por una ventana tras discutir violentamente, hubiese sido más apacible. Bueno, y si las cárceles del condado de Nottinghamshire estuviesen rebosantes de forajidos carnívoros vigilados por los hombres del sheriff convertidos al veganismo. Ritson, que terminó sus días completamente desquiciado y enloquecido, según su biógrafo Bertrand Harris Bronson, llevaba una dieta compuesta por magdalenas, pastel, queso, pan, mantequilla, leche y cerveza.

Unos años antes, igualmente influenciado por los aires renovados llegados de Francia, el poeta alemán Friedrich Hölderlin, del que este año se conmemora el 250º aniversario de su nacimiento, escribió Hiperión, o el eremita en Grecia. Se abría el camino hacia la era moderna y Hölderlin se nutría de Spinoza, Leibniz y Kant, así como de esperanzas, ideales e ilusiones que concebían un mundo nuevo al que se incorporaban, para darle color y variedad, los productos llegados de América: patatas, alubias y maíz. La dieta para la mayoría de la población alemana de aquel tiempo consistía en pan de centeno, legumbres frescas o secas, cebolla, ajo, manteca, coles, nabos y algo de cerdo salado, junto a nueces, avellanas y castañas empujadas con hidromiel, sidra o vino. “Alles prüfe der Mensch, sagen die Himmlischen, / Daß er, kräftig genährt, danken für Alles lern', / Und verstehe die Freiheit, / Aufzubrechen, wohin er will” (El hombre lo prueba todo, afirman los seres celestiales / Que él, fuertemente alimentado, agradece todo lo que aprende / Y entiende la libertad / Salir, hacia donde quiera).

Al igual que Ritson, Friedrich Hölderlin sufría episodios de cólera junto a una desenfrenada locuacidad, que acabó diagnosticándose como esquizofrenia. En la verborrea desenfrenada sujeta a desequilibrios mentales algunos encuentran el origen de la palabra «loco», que según esto derivaría del término “loquor”, que en latín significa “hablar” y sería la raíz de términos como locuaz, locuacidad, locución, elocución, etc. De modo que, si se topan con alguien que no para de hablar sin mucha lógica, tengan en cuenta que puede que no coma demasiado.

Aludiendo a la literatura y los trastornos mentales, es de recibo referirse a ese gran poeta encuadrado en el grupo de los “Novísimos”, Leopoldo María Panero, al que la vida castigó con la injusticia de la enfermedad. Su obra refleja como pocas los agujeros negros del sentir de un hombre conocedor de la demoledora realidad de los centros psiquiátricos por los que fue pasando. Varios de los títulos de sus poemarios dan cuenta de ello: Locos; Poemas del manicomio de Mondragón; Poemas de la locura seguidos por el hombre elefante, que muestran una identidad devastada y enajenada en un universo descorazonador y roto. Una de sus obras fue El tarot del inconsciente anónimo, en la que brinda una visión profunda y tenebrosamente poética del mundo de los Arcanos y los símbolos del inconsciente. En este libro, Panero describe el naipe correspondiente al loco de la siguiente manera: “Carta 0 / estupor de uno mismo / a una rosa yace ahorcado / en la oscuridad de unos ojos / sale la caza del venado”. Según el Tarot, en esta carta confluyen la sabiduría junto a la insensatez, la vitalidad de espíritu creativo con la falta de rumbo..., o lo que es lo mismo: un reflejo del propio poeta. En el prólogo del libro, el autor opina que solo considerando al loco como semejante se puede hablar de él, para continuar sentenciando: “No hay psiquiatras chinos ni psiquiatras balineses, y la palabra psiquiatra no se dice en suajili, por cuanto la luz solo se ha perdido en Occidente”. Tal y como apuntó en un artículo ese referente del periodismo cultural y también poeta llamado Manu Llorente, “Para sacar a Panero de Mondragón tenías que firmar y hacerte responsable. Y tú firmabas temblando. Empezaba el rosario de: quiero una coca-cola, otro cigarro, no quiero comer”.

Ahí quedaron para la posteridad los estudios de psicoanalistas y psiquiatras como el célebre Donald Winnicott, que sostenía ya en los años treinta que los trastornos del apetito son el signo patognomónico de una alteración en el desarrollo afectivo. En su tratado Apetito y trastorno emocional apuntaba: “En la literatura psicoanalítica y psicológica existe un consenso general con respecto a que las alteraciones del apetito son comunes en las enfermedades psiquiátricas, pero lo cierto es que tal vez no se reconozca toda la importancia del comer”. Apetencias errantes reflejo de mentes desorientadas. Quizá desconozcan que dentro de los trastornos de la conducta alimentaria no especificados se encuentra uno que se denomina ortorexia, esto es, la obsesión patológica por la comida sana, caracterizada por una preocupación enfermiza por todo lo que se va a ingerir, hasta el punto que los afectados, en lugar de una vida, tienen un inventario de rechazos. La cara B de este tipo de alimentación son los individuos que se atrincheran en el alto contenido calórico, colesterol, azúcares y grasas saturadas de la comida basura particularmente nefasta para el hígado. «El hígado debe segregar bilis, y cuando en vez de bilis empieza a secretar virtud es que funciona mal», afirmaba el irrepetible escritor Julio Camba.

En el diccionario filosófico de Rosental y Ludin de 1961, tratado que recogía la filosofía oficial del XXII Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, se describía la virtud proletaria como la confluencia de camaradería, lealtad al deber social, audacia revolucionaria y humanismo en oposición a la concepción del mismo término en las sociedades capitalistas, que, según ellos, entendían la virtud como el despliegue de un espíritu emprendedor y del sentido de los negocios junto a una capacidad de ahorro. En algo así debían de estar pensando los hermanos MacDonald por aquel tiempo cuando, inspirados por la eficiencia de la producción en cadena de Henry Ford, desarrollaron el concepto de fast food que cambiaría para siempre la alimentación, los abdómenes y los hígados del mundo.

Los años cincuenta fue una década condicionada por el clima de pugna entre Estados Unidos y la URRS, que dio pie a una psicótica caza de brujas contra las personas sospechosas de antiamericanismo, un contexto tan delirante que eliminó de algunas bibliotecas el libro de Robin Hood por entender que era propaganda comunista. Uno de los intelectuales purgados en ese proceso de acusaciones infundadas, denuncias y listas negras fue el popular director de cine Edward Dmytryk. En su película El árbol de la vida (Raintree County), ambientada en la guerra de secesión americana, se produce un cruce de relaciones fraudulentas, desamores y huidas, con una Elizabeth Taylor en el papel de Susanna que sufre un deterioro mental que la conducirá a la locura. De Elizabeth Taylor se cuenta que en sus años de mayor esplendor desayunaba huevos revueltos con beicon y jugo de naranja con champán. Ya en los años sesenta, esta actriz llevaba una dieta en la que no faltaban el pan con crema de cacahuetes, el pollo frito y las patatas, todo bien regado con Jack Daniel´s y champán. Su relación con la comida fue tan desequilibrada que pasó de ser la mujer más voluptuosa de Hollywood a tener sobrepeso, adelgazar después, nuevamente engordar, para adelgazar otra vez... toda una biografía de excesos y privaciones asociados al péndulo emocional. Al fin y al cabo, lo que se come incide tanto en lo que se siente como lo que se siente en lo que se come.

Llegados a este punto, lo sensato es ir concluyendo esta secuencia de relatos que tejen esta variopinta relación del ser humano con su comida. En algún punto no muy remoto, las exiguas opciones de qué comer se disiparon para dar paso a un abanico cuasi infinito de posibilidades que abrieron el campo de decisión al terreno de la elección individual. En ese momento la repulsión empezó a correr más que el hambre y la antigua satisfacción de nuestros progenitores se disfrazó de asco. Cuanta más información se dispone de los alimentos, más titubeos surgen en torno a qué comer. Si atendemos a la transformación que está experimentando nuestra dieta, tan zarandeada por juicios de valor de todo tipo, no es difícil aventurar que en un futuro no tan lejano acabaremos renunciando a lo que nos ha alimentado durante miles de años para concebir que un batido indefinido pero irreprochable desde el punto de vista nutricional, higiénico y moral es lo natural. Una auténtica locura.

Andoni Luis Aduriz

Andoni Luis Aduriz (San Sebastián, 1971) lidera desde 1998 Mugaritz, un proyecto que defiende el ecosistema creativo que permite la libertad para crear sin ataduras. Sus ponencias en foros como la Universidad de Harvard o el MIT, sus artículos en El País Semanal, su pertenencia al Patronato de la Fundación Basque Culinary Center, a la Junta Directiva de Innobasque y al Consejo de Tufts Nutrition de la Universidad de Tufts o los libros -entre los que se encuentran colaboraciones con científicos y pensadores- son herramientas para difundir los conocimientos adquiridos por Mugaritz sobre la creatividad en las organizaciones, la salud, las percepciones, o la alimentación del futuro. En su trayectoria ha recibido galardones como el Premio Nacional de Gastronomía, el Premio Chef’s Choice Award de St. Pellegrino, el Premio Eckart Witzigmann y el Premio Gastronomía Saludable por la Real Academia de Gastronomía.